La isla de los tres objetos: Parte 4
El viento se había alzado, las nubes se habían ennegrecido y la humedad había aumentado todavía más. Mariela sabía que dentro de poco llovería torrencialmente. ¿Serían los monzones? No tenía ni idea, pero caería algo más chungo que los clásicos chispeos de su pueblo.
Qué ilusión.
Se encontraba en ese momento, bajo la atenta mirada del cámara, golpeando hojas de un árbol con la pala.
-¿Que por qué… quiero hojas? -dijo con dificultad. La hoja no quería romperse-. Las necesito para tapar el agujero o mi duro trabajo de esta semana y media se irá a tostar.
Cuando terminó con su labor, se limpió el sudor de la frente y se observó las manos. Secas, duras, sucias por la tierra y la arena.
-¡Cómo cambia la vida cuando te preocupas solo por sobrevivir! ¿No crees, Mario? -Mariela miró hacia Mario… O más bien, hacia donde estaba Mario-. ¿Eh? ¿Mario? ¿Te fuiste sin avisar?
Junto al típico agujero que hacía en la arena para que Mario no pudiera irse rodando hacia la orilla había unas enormes huellas de patas alargadas. Lo habían rodeado, y se alejaban patosamente hacia el bosque.
-¡Oh, no! ¡Han secuestrado a Mario!
Corrió sin pensárselo dos veces. Su única compañía, un coco medio podrido, de nombre Mario. Secuestrado por alguna alimaña de la isla, sin que ella se enterara. Aquello no era una cuestión de vida o muerte, ¡pero sí de honor!
-¿¡Cómo se atreven a llevarse a Mario!?
El rastro acababa donde la tierra blanda desaparecía, ocultada por arbustos. Mariela miró con atención a su alrededor. Ni siquiera sabía qué podía haberse llevado a Mario, pero tenía que ser suficientemente grande como para llevar un coco con facilidad y correr tan rápido.
-Tiene que estar cerca todavía. ¿Dónde puede haber ido?
Dio un par de vueltas sobre sí misma, observando los arbustos y los troncos en busca de marcas. Hasta que encontró una. Observó con cuidado, un arañazo corto pero profundo. Claramente, unas garras que no tenían pinta de ser amistosas.
Siguió por entre los árboles, examinando las marcas una a una, sin perder el rastro. Los arbustos se disiparon, mostrando de nuevo huellas que la guiaban. Junto con las patas del animal, podía ver que algo arrastraba detrás, probablemente una cola pesada.
Finalmente, llegó hasta el final de su persecución. La cueva en la que había residido durante ese tiempo.
La bestia era su vecina.
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